Allá en lo alto, un pequeño punto en equilibrio perfecto con el viento dibujaba la silueta de la Libertad.
Ella se alzaba de puntillas y dejaba entrever una lágrima, que rodaba como rocío por su corteza, un suspiro se adentraba en las nubes y luego llegaba de vuelta. Él era un pájaro... ella era un árbol. Se amaban.
Cada mañana, él la recibía con un beso de alba y caricias de rocío. Ella le regalaba sus manantiales más profundos y se elevaba a través de sus ramas, deleitando al mismo aire con el aroma de sus frutos cuando el viento los acariciaba.
Él caminaba senderos de silencio hechos de ruinas y huellas vivas a través de sus pies. Ella le arrullaba con sus hojas y se sentía acunada por la libertad que desprendían sus alas. Él se sentía caricia cuando a ella se le erizaba su corteza, la piel de su alma.
Y así, ella cerraba los ojos y era en él. Y él cerraba los ojos y era en ella. Y juntos atravesaban el Universo alado, raíz a raíz, planeta a planeta, descansando en alguna nube mullida, cantando su melodía conjunta en cada trino del viento.
Y juntos se adentraron en lo profundo de la tierra, allá donde nace la vida. Se encontraron con el Universo humano, prejuicio a prejuicio, y descubrieron que ella también tenía alas, al igual que todos los seres, y que él tenía raíces, de hecho, siempre las habían tenido, pero sólo se harían visibles a los ojos del corazón.
Así que una noche, pese a su limitada visión nocturna, el ave se dejó llevar por la luz de las estrellas y voló hacia ella. La encontró sin hojas, con el cielo cristalizado en su mirada, arrancando sus raíces de la tierra, queriendo dejar de ser...
Él se posó en silencio en el vacío de sus ramas. Arrulló entre sus plumas la raíz milenaria de su amada y besó a la tierra dulcemente, como besando al mundo, llenando la tierra de alas, de vuelos, de estrellas.
Después, miró al horizonte, abrió sus alas y se elevó, disolviéndose en el cielo infinito.
( Ada Luz Márquez)
- Hermana Águila -
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